P. llegó cansado. Me lo encontré en el baño, su voluminoso
cuerpo destacaba entre las barreras que separan los mingitorios, me fui a la
mesa y decidí ahí esperarlo. Venía de un velorio, el sobrino de Arnaldo había
muerto asesinado; era inevitable no acudir a acompañarlo, después de ser su
médico durante más de 20 años era la mínima atención que podía prodigarle.
A pesar de sus más 100 kilos P. no sufre de diabetes o
hipertensión arterial, por lo menos de manera formal, diagnosticada;
últimamente se ha levantado un poco mareado, se sienta y se le pasa, nada más.
En contraparte, sufre de problemas en sus piernas y pies, desde sus años mozos
le han dolido, no camina mucho y mucho menos de manera rápida. En sus piernas
usa vendas para aminorar el dolor que le causan sus varices, de ahí que siempre
use pantalón a pesar del extenuante calor de la costa.
La noche previa a las exequias no pudo dormir, sabía que los
asesinatos en los velorios son algo común, el dolor llama dolor, se multiplica
a sí mismo; estuvo hasta ya entrada la madrugada, pensando en que acompañar a
su amigo era un riesgo latente y es que la violencia no respeta momentos y
carencias, simplemente pasa. Después de rodar en la cama durante largo rato se
durmió.
Debido al calor de la costa, los velorios se realizaban en
el amplio patio de la casa doliente.
El
cuerpo permanecía en la sala acompañado de su círculo más íntimo y aquellos que
querían despedirse de él entraban en fila india siguiendo un riguroso orden:
primero la viuda o madre del difunto, para después saludar a los hijos y
hermanos y terminando con el compadre, en caso de que el difunto haya vivido lo
suficiente como para agrandar la familia de esa forma.
No se permanece con el
cuerpo por largo tiempo, se debe esperar, acompañar, en el patio, ahí la vida
se desarrolla respetando a la muerte su propio espacio, en el jardín se come,
bebe, juega, platica y llora. Con el café va el piquete, para aguantar la
noche, y el pan está siempre presente, el pozole se cuece con leña, arde toda
la noche para estar listo en la mañana. Pero todo eso ha cambiado, la industria
funeraria ya vende paquetes que incluyen pan y café, morirse se ha
estandarizado.
Por lo que cuenta P. hay modos de actuar que resisten el
paso del tiempo, se lleva en código genético; estando él dando el pésame a los
familiares más cercanos del fallecido –Arnaldo estaba con el hermano- se escucharon
sendos gritos de desesperación provenientes del exterior:
-
¡ahí vienen, ahí vienen!
La gente corría sin
rumbo, presa de la desesperación ante la amenaza, unos hombres bajaron de una
camioneta con armas en las manos y asesinaron de 6 tiros a una muchacha en un
velorio vecino. Como llegaron se fueron,
sin mediar palabra. La muerte se multiplico, ahí en su lugar creció.
A pesar de su avanzada edad Laura
sigue trabajando, no sabe hacer otra cosa. Se gana la vida desde los 14 años
lavando ropa ajena, nació en uno de esos poblados que administrativamente
pertenecen al municipio pero que en las distancias parecen tan lejanos. Llego a
la familia hace más de 20 años, la hemos visto envejecer a la par que ella nos
ha visto crecer; fue ella quien me enseño a preparar los huevos revueltos, su
toque distintivo es la cebolla salteada. A diferencia de mí ella le hecha sal a
los blanquillos.
A través de la ropa nos conoce,
sabe quién suda más de lo debido, ha testificado los resultados de los
diferentes tratamientos; conoce qué comió quien por las manchas en las playeras
y camisas. Conoce bien los hábitos de la familia. A cambio de su secrecía es
apoyada de distintas formas, se le surten las recetes en la farmacia familiar,
recibe una despensa cada año y es beneficiaria de una dotación de café soluble
cada tres meses. De una manera u otra estamos a mano. Es tanta la confianza
acumulada que llaman a la casa preguntando por ella, saben qué días y a qué
hora estará trabajando y llaman, hablan con ella rápidamente y regresa a su
trabajo. A veces vienen a buscarla, como heraldos que llevan telegramas
intercambian dos o tres palabras y se van.
El día de la tragedia estaba
trabajando, llamaron a eso de las 11 de la mañana y fui yo quien contesto el
teléfono, una voz agitada, casi gritando; pregunto por Doña Laura. La llame,
tomo la bocina y después de asentir dos veces una mueca de dolor se dibujó en
su cara, seguida de un grito que ahogo tapando su boca con la mano izquierda,
habían asesinado a su nieto. Según me dijo la familia se había enterado por
internet, una página que reporta los asesinatos del día había subido las fotos
menos explicitas del cadáver, el sobrino de doce años lo reconoció en Facebook.
Juan, el difunto de apenas 21
años; había salido de su casa en una colonia popular de la ciudad a comprar un
pantalón corto en el mercado de ropa usada que se instala en el acceso a la
colonia los días sábado. En la noche no llego a dormir y todos pensaron que
había se había emborrachado con algunos
amigos y que prefirió quedarse en casa de algunos de ellos a salir en la noche
de regreso a su casa, en realidad fue asesinado de cuatro disparos a las 4 de
la tarde del mismo sábado.
El familiar que lo reconoció
mediante el perfil de Facebook dio aviso a su ti Gabriel, apenas dos años mayor
que el acaecido, de la sospecha de que el muerto fuera el ausente Juan.
Llamaron a doña Laura para ir a reconocer el cuerpo a la morgue. Los trámites
para recibir el cuerpo llevaron más de diez horas, tiempo suficiente para que
el padre residente de Chicago diera aviso al pueblo originario de la familia, a
6 horas de donde actualmente vive el grueso de la familia.
La pobreza es tanta que fueron y
vinieron al pueblo en la ambulancia de traslados. Gabriel, doña Laura y Jimena
–hija de Laura, madre del fallecido y hermana del primero- viajaron durante
once horas sin probar bocado, descansando solo el tiempo necesario para
procesar los trámites de entrega – recepción del cuerpo. No hubo funeral
multitudinario, no llego el chile frito o los amigos de la infancia. Era
voluntad del padre que el hijo fuera enterrado ahí.
Es sábado y Laura está lavando.